
La vida tiene un sentido del humor un tanto peculiar, especialmente cuando nos pone en situaciones que no teníamos en nuestros planes.
Este verano, que prometía ser una colección de momentos perfectos entre playa, familia, amigos y sol, decidió dar un giro inesperado y mostrarme que, por más que intentes organizar todo, la vida siempre tiene la última palabra. Y vaya si la tiene.
Imagina esto: un verano perfecto, donde el único plan era disfrutar de la arena bajo los pies, perder la noción del tiempo en el agua, y recargar energías con la familia. Todo pintaba estupendo… hasta que mi cuerpo, en su infinita sabiduría, decidió que era el momento ideal para recordarme que, a veces, hay que frenar en seco. Así que ahí estaba yo, en plenas fiestas del pueblo, sintiendo un malestar en el abdomen que, en mi ingenuidad, traté de ignorar. Spoiler: no funcionó.
Lo que vino después fue un capítulo digno de una telenovela: ingreso en el hospital, caras preocupadas a mi alrededor, y un diagnóstico inesperado—una apendicitis que había estado cocinándose a fuego lento en silencio, esperando el momento perfecto para robarle el protagonismo a mi verano. Directa al quirófano, y adiós a los días de bikini, baños en el mar, y los viajes tan esperados.
Pero, ¿sabes qué? Después de la cirugía, mientras me recuperaba, y me lamentaba por perderme el verano soñado :(, algo hizo clic en mi cabeza. Este verano «atípico» me recordó que a veces, la vida tiene esta dualidad tan marcada. Entonces junto a una fuente de frustración y rabia, también tuve la oportunidad de valorar el sostén y el apoyo de mis seres queridos. Sin bikini, sin viajes, y con un bronceado que definitivamente no es el que imaginaba, pero rodeada de personas que importan. Los de siempre y los elegidos, que se convirtieron en mi apoyo, para mí y mis hijas, recordándome y pudiendo agradecer el no estar sola en la travesía de la vida.
Mi cuerpo, y en particular mi pelvis, a la que cada vez le doy más espacio, porque voy entendiendo que es el trono donde se sienta la reina que soy, volvió a hablarme. No, más bien me gritó. Me recordó que la vida no es solo sobre lo que planificamos, sino sobre cómo respondemos cuando esos planes se desmoronan. Y ahí estaba la lección: parar, escuchar y ser flexible con los acontecimientos de la vida. Ser rápida en responder cuando la vida te lanza una curva.
Este verano, aunque diferente, me ha recordado que la vida tiene sus propios ritmos y tiempos. Y que, cuando nos pide que paremos, lo mejor que podemos hacer es escuchar, adaptarnos y también agradecer. Porque incluso en los momentos más inesperados y difíciles, hay lecciones valiosas que nos ayudan a salir fortalecidos: es posible abrazar todo lo que sentimos, para darle espacio y poder autoliberarlo. Lo malo y lo bueno.
Vida, te espero el próximo verano.
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Especialista en salud femenina y disfunciones del suelo pélvico. Metodo holístico.